6 de abril de 2011

El onírico dr streitman!

Me encuentro en una enormidad de instalación, predominantemente de madera, iluminada por tubos de luz que cuelgan de techos altos, dejando caer rayos de luz cansina que sumergen el ambiente en una penumbra húmeda y amarillenta. La sala, de unos 200 metros cuadrados, está dispuesta en cuartos y pasillos que se intercalan desordenadamente en sectores de ducha y de bar, sin cambiar en absoluto el revestimiento de las paredes o de los pisos, separados solamente por puertas vaivén de madera con ventanas redondas sin vidrio. Allí me encontraba yo con un amigo de la infancia (vamos a llamarlo Carlos). Carlos se duchaba en la regadera continua, mientras charlábamos de alguna estupidez sin importancia. De la puerta más próxima, en frente mío, a mi derecha, surgían voces y risotadas. Un personaje de pelo rubio, casi blanco, pasó por nuestro lado y entró por aquella puerta llevando en su mano un manojo de mangueras flexibles que terminaban en picos plásticos, como el capuchón de un aplicador de detergente. Cuando el albino empujó la puerta pude ver a un morocho que se duchaba con sus raivans aviadores puestos. Mientras la puerta se cerraba y volvía a abrirse, en su breve vaivén, pude ver como tomaba las mangueras, seleccionaba una y enfocaba su mirada en nosotros, con una gran sonrisa en su rostro. Al instante supe que algo andaba mal. Cerré ambas canillas y ceñí la toalla alrededor de mi cintura. Vamos, Carlos, nos van a hacer el culo! Carlos soltó una risotada, mientras hacía gárgaras con el agua que caía de la ducha. Dejé a Carlos en la ducha contigua y empecé a correr por los pasillos buscando una cara amiga que pudiera socorrernos en la defensa de nuestros culitos adolescentes.
Luego de pulular por algunos minutos, encontré a un grupito de personas que, amuradas sobre una barra dispuesta en medio de un pulmón, miraban un partido de la champions. Me dirigí al más cercano y le dije Loco, le van a hacer el orto a mi amigo, me ayudan a aguantar la parada!? El hombre miró a sus compañeros y encogiéndose de hombros se incorporó y me indicó con un gesto que me seguirían. Por el camino fui reclutando a cuanto perejil se me cruzara. Los primeros recibían grandes explicaciones ampulosas de mi parte. Los últimos, quizás por el tamaño del grupo a mis espaldas, se sumaban con solo un gesto. Cuando llegamos a la ducha, dispuestos a la batalla, nos encontramos con 6 personas, entre ellas Carlos, el moreno de los raivans, el albino, una minita nazi porno look y dos o tres menchos más, apretujados uno al lado del otro en un sillón que les quedaba bastante chico. Carlos, vestido con ropa deportiva y con gesto de reciente agitación, me miró encogiéndose de hombros y me dijo Ya está, qué va ser?
Gané la calle con la cabeza hecha un matete de confusión, reproches y bronca. Era una calleja angosta con un marcado estilo Harlem. Las casas tenían una entrada hacía abajo, donde la oscuridad comenzaba al tercer escalón. A ambos lados de esa bajada/pozo, comenzaba una escalera que se unía en un descanso donde había un escritorio con un banco de plaza, detrás del cual se encontraba la puerta de la residencia. Me senté en uno de esos a recolectar mis pensamientos y a calmarme. Del gran salón salió el albino. Me vino a buscar hasta mi escritorio y con una gran sonrisa en la cara y la tes de un hiper tenso (lo que me hizo darme cuenta de su parecido con phillip seymour hoffman) me explicó que no había motivo para tenerles miedo, que no era nada raro, que eran una familia, que el éxito estaba garantizado solo si estabas de su lado. Comprendí que no iba a dar el brazo a torcer y le dije que estaba bien, que no había rencores, que no iba a hacer nada contra ellos. Bueno, vení entonces me dijo con una gigante sonrisa, tratando de tomarme de los pantalones por debajo del escritorio. Voy cuando quiera ir le dije, mientras me corría, arrastrando mi culo hacia el otro extremo del banco. El albino insistía en tomarme del pantalón, corriéndose conmigo del otro lado del escritorio con su gigante sonrisa y su piel violeta por la presión sanguínea, hasta ubicarse en medio del escritorio, dándole la espalda a la calle y apoyando el pecho en el borde del escritorio, con sus brazos por debajo de este. Me levanté con un movimiento violento, tirando el escritorio hacía adelante, empujando con este al albino, que cayó de espaldas en el sótano, dejando en el aire un grito que parecía no apagarse nunca. La boca del sótano se cerró y el concreto quedó liso, sin rastro del sótano ni del albino. Alcé la vista y vi en la puerta de la instalación a Carlos, que me miraba con gesto de desaprobación. Eché a correr.
Mientras corría, sentí en mi cintura un frío metálico. Sin detenerme, levante mi remera y descubrí una semiautomática cromada colgando de mi cinturón. Tomé el arma y me di vuelta para disparar. Al girar, con el revolver en alto, encontré la cara del morocho de los ravians, que pisaba mis talones. Le dispare en la cara. El disparo no le hizo nada, pero detuvo su marcha en seco. Detrás de él venía una de las nazi porno look, que mamboleaba su teterío como un puma en celo. Le apunté a la cara y disparé. Lo mismo. La cara intacta y la marcha frenada en seco. Luego, otra putita. Lo mismo. Tiro en la cara, cara intacta, marcha frenada. Repetí la secuencia en la cara de un amigo. Luego, la de un desconocido. Luego, la cara del morocho otra vez. Le tiré, se detuvo y recomenzó el ciclo. Así una y otra vez hasta que mis rodillas empezaron a arder y decidí entregarme, rendirme, dejar de correr. Detuve mi marcha y me di vuelta para enfrentar mi destino, pero no vi a nadie. Estaba solo, en la oscuridad. El revolver ya no estaba en mis manos.
La oscuridad era total. El silencio, sepulcral. De pronto, olor a pólvora y a lo lejos, pequeña, una luz roja. Un zumbido ensordecedor, el rojo acercándose veloz, el silencio desvanecido, evaporándose en el humo rojo, los alambrados, la masa de gente, el griterío, los carteles de publicidad, la figura blanca de un hombre desapareciendo tras de estos y el plantel de Velez, completo, corriendo a su encuentro, exultantes, eufóricos. Vemos la repetición. Carlos, mi amigo, con la 3 en la espalda, en el área chica de San Lorenzo, se interpone en el camino del despeje del arquero cuervo. La pelota le rebota en la rodilla y va a parar a la red. La pandilla de Liniers enloquece. Las bengalas se prenden por millones. Carlos corre desquiciado y salta los carteles en un festejo lleno de lágrimas y emoción. El plantel de Velez, completo, corre a su encuentro.

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