Miguel era el mismo atorrante irreverente que fue siempre. Soltero, borracho, timbero y bufarrón. Diego, más prolijo, tenía dos hijas preciosas, fruto de un sólido matrimonio de doce años. Honesto, trabajador, buen padre, esposo devoto, fiel y enamorado. Habían sido grandes amigos en otros tiempos y la vida los llevó por caminos separados. Este era un café de reencuentro, consecuencia de un cruce fortuito por las calles de boedo.
La charla discurría plácida y felizmente. Se regodeaban en sus nostalgias compartidas, viajaban por las calles de su adolescencia y revisitaban personajes entrañables. El café y el cigarrilo, la muerte y el olvido, un calor cómodo y hogareño. Diego y Miguel, otra vez, cómo hace tanto.
La historia del chueco alzamendi y su divorcio de una vibora entrerriana que lo había casado olfateando una fortuna que no era tal, los deposito en el tiempo presente. Miguel le contó de sus malabares por las pensiones de barracas y san nicolás, de sus despuntes poéticos y de su pasajera adicción al anti ácido. Diego, con lo ojos llenos de amor, le contó su historia con Margarita, su mujer. En los últimos tiempos de la barra, semanas antes de que el tano falero se pegara un palo en el gordini de Iván y los muchachos empezaran cada uno con su vida, definitivamente separados y para siempre individuos, su amor había empezado a florecer.
- Vos la conociste, te acordás? - dijo Diego -
- La verda', poco...
- Dale, boludo. Que laburaba en la veterinaria de Cangallo. La que vino una vez a lo de osqui, cuando el turco andaba jodido del cuello.
- La que hizo esa cochinada con los zapallitos a la parrilla.
- Morrones, sí! Esa! Viste que la tenías?
- Sí. Qué raro, che!
- Qué?
- Nada, raro que hayas terminado con una mina así
- Por qué?
- Y, qué sé yo. Siempre fuiste el que mejor comía entre los muchachos...
- Y? Marga es preciosa.
- Sí... andaba bien... pero a mi siempre me hizo acordar al teto medina, qué sé yo
- Qué? Vos me estás jodiendo, pelotudo?
La conversa se puso un poco tensa y Miguel tuvo que decir que era una joda, que la minita era un bombón y que se acordaba de como todos los muchachos se morían por ella. La charla ya no volvería al clima de afectuosa cordialidad en el que había comenzado y aunque Miguel terminó por zafar la situación, el daño estaba hecho. Diego llegó a su casa y Margarita, fiel a su costumbre, corrió a su encuentro con los brazos abiertos. Diego no conseguía salir de su estupor. El parecido era asombroso. Irreal. Insoslayable. Se preguntó quién iba a quedarse con las nenas.
Hasta que no te lo marcan, no te das cuenta.
Y estaba clarísimo, qué lo parió!
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